7.3.12

Amazonas maravilla del planeta





















El mapa del mundo conocido volvió a cambiar el 11 de septiembre de 1542, cuando el extremeño Francisco de Orellana llegó a la desembocadura del río Amazonas. Atrás dejó nueve meses de dura travesía en los que recorrió casi 5.000 kilómetros de selva pura, desde las estribaciones de los Andes al Atlántico, pasando infinitas penalidades en una de las mayores gestas de la conquista de América. La celebración este año del Quinto Centenario del nacimiento de Francisco de Orellana (1511-1546) ofrece una buena oportunidad para reivindicar su figura y la del río que bautizó para la posteridad como el de “las Amazonas”. Los indios lo llaman de muchas maneras: Paranaguazú (Gran pariente del mar), Tunguragua (Rey de las aguas), Paron Evá (Madre de los ríos), Amaru Mayu (Serpiente más grande del mundo)… En cualquiera de estos nombres se resume el espíritu de la masa de agua dulce más importante de la Tierra –la quinta parte del total–, además de albergar la mayor biodiversidad del planeta y a las últimas tribus no contactadas que existen.


Nuestro viaje comienza en Quito, la segunda capital del Imperio Inca, atraviesa ciudades legendarias como Iquitos, Manaos o Leticia, y acaba en Belém do Pará, donde el gran río alcanza una anchura de 400 kilómetros. El recorrido es una experiencia única donde los sentidos se desarrollan de manera inexplicable mientras el alma se encoge ante la majestuosidad de esta selva donde el viajero se siente infinitamente pequeño. Y es que Eldorado que buscaban los españoles sigue ahí, en forma de animales, plantas y todo tipo de vida, escondiendo su eterno secreto que el viajero solo podrá atisbar fundiéndose con la corriente de ese río que todo lo da y todo lo quita…

Quito, la ciudad tranquila. “Es gloria de Quito el descubrimiento del río Amazonas”. Una placa formada por letras de molde doradas pegadas sobre la piedra recuerda el lugar desde el que partió Francisco de Orellana en busca de Eldorado en la plaza de San Francisco. Aquí, desde lo más alto del Quito colonial, es difícil permanecer indiferente ante el sobrio atardecer andino que ha sobrevivido a todas las conquistas. En el intelectual barrio de Guapolo, presidido por una vieja estatua del descubridor del gran río, se abre la vereda por la que Orellana comenzó su viaje. Cuentan las crónicas que llegó aquí con la expedición que su primo, Gonzalo de Pizarro, había organizado desde Quito en busca del País de la canela, una especie de Eldorado amazónico. “Partió Gonzalo en busca de oro, especias, gloria y poder con 210 españoles, infantería y caballería; 4.000 indios, hombres y mujeres; 4.000 o 5.000 cerdos, unos 1.000 perros de guerra y una gran manada de llamas, tanto para servir de alimento como de bestias de carga…”, escribió el cronista de la expedición, Fray Gaspar de Carvajal, en su diario.



















Tras atravesar los Andes, donde el frío les diezmó, sufrir feroces ataques de los indios, erupciones de volcanes y tormentas bíblicas, la expedición llegó a la región del río Coca en condiciones miserables. En la floresta las penalidades se multiplicaron. Se comieron los caballos, los perros y hasta el cuero de las monterías. A orillas del río, la única solución que vio el gobernador español fue la de construir un barco y mandarlo de vanguardia. Su misión era encontrar comida para alimentar a los supervivientes y estudiar el mejor camino. Durante varias semanas, los carpinteros sevillanos construyeron una chalupa de 10 metros de eslora a la que bautizaron con el nombre de San Pedro. Una vez terminada, Orellana embarcó a bordo a los españoles enfermos y heridos (57 hombres en total) junto a la mayor parte de las armas. Su barco llegó, ocho meses después –el 11 de septiembre de 1542–, a las aguas del Atlántico. El río más grande de la tierra ya era una realidad…


Coca, el milagro de la nada. Sobrevolando la misma cordillera que atravesó a duras penas la expedición de Gonzalo Pizarro y Orellana, llegamos a nuestro primer destino: la ciudad de Coca (20.000 habitantes), fundada hace medio siglo por los capuchinos españoles junto a la desembocadura del río del mismo nombre en el Napo, uno de los grandes tributarios del Amazonas. En 1953, Marcelino Torrano, misionero capuchino español, fundó la misión de Sebastián de Coca en este mismo lugar. Consigo traía planes orientados a paliar las condiciones de esclavitud que sufrían los indígenas de la zona, atados a las haciendas de por vida por deudas que jamás podrían saldar. Eran pongos, esclavos habituados a tal régimen desde los tiempos de las encomiendas y, posteriormente, el caucho. Con la expansión de la ciudad, la antigua misión capuchina fue comprada por un colombiano que la transformó en el atractivo hotel La Misión. Un tropel de guacamayos, micos y tucanes hacen las delicias de los turistas en barandas y jardines acodados sobre el río, donde flota un antiguo barco de madera de dos pisos que funciona como discoteca. Dicen que los primeros extraños en llegar fueron los presidiarios que el gobierno ecuatoriano liberaba a su suerte en viejos barcos por el río Aguarico, acarreados desde otros puntos del país para vaciar las cárceles. Los supervivientes –muchas veces ni siquiera les quitaban las esposas dentro del barco– se instalaban en un canto de selva, raptaban mujeres indígenas e iniciaban una nueva vida. Descendemos por las límpidas aguas del gran Napo, cauce de 855 kilómetros que dejaría chico a cualquiera de los que surcan el mapa de España. En los escasos embarcaderos siempre hay mujeres lavando. Los montones de ropa se apilan junto a ellas en precario equilibrio sobre tablones que se bambolean al paso de las lanchas. Cuatro horas más tarde desembarcamos en Nuevo Rocafuerte, beatífica calle que discurre a la vera del Napo flanqueada por casas, la mayoría de techo de palma. De ellas destacan la amplia misión y el hospital capuchino, fuentes de beneficios sociales para toda la región.



















Laboratorio biológico. La aldea permite acceder a uno de los platos fuertes de la Amazonia, el lugar que fuera cuna de buena parte de ella: la Reserva del Pleistoceno Parque Yasuní, con casi un millón de hectáreas vírgenes y puras. Es una sucesión de colinas, islas y ríos que también nacieron en los Andes. “Es un paraíso que Dios dejó olvidado en la tierra en vez de subirlo al cielo”, reza un poema. Los científicos aseguran que durante la última glaciación fue la única zona de la Amazonia que no se congeló, ofreciendo una especie de útero ecológico desde donde se regeneró la vida selvática tal y como la conocemos. En ese espacio las especies desarrollaron su propia vida durante miles de años, para expandirse de nuevo por sus antiguas tierras cuando la temperatura subió de nuevo. En 1989 la ONU lo declaró como Reserva de la Biosfera bajo la categoría de Reserva del Pleistoceno. Los estudios dicen que en una sola hectárea existen 644 especies de árboles, tres veces más que en Estados Unidos y Canadá juntos. Un récord mundial absoluto en este laboratorio biológico sin precedentes. Para algunos especialistas es la zona biótica más rica de la Tierra, un epicentro global de biodiversidad. Durante una reciente Cumbre de Copenhague, el gobierno de Ecuador presentó una campaña mundial para proteger esta reserva amenazada por empresas petrolíferas. En una iniciativa sin precedentes, propone dejar en tierra el crudo que existe en el subsuelo del Yasuní a cambio de que la comunidad internacional les pague la mitad de los beneficios que obtendría por su explotación.


La frontera selvática entre Perú y Ecuador es una de las más simples que puedan existir en el mundo. Dos banderas enfrentadas, separadas por un brazo de río y en medio de sendos claros abiertos a golpe de machete. La aduana peruana está en Pantoja, una aldea poco más grande que Rocafuerte y que Mario Vargas Llosa puso en el mapa gracias a su libro Pantaleón y las visitadoras, en el que narraba las visicitudes de unas prostitutas que recorren los puestos militares de la selva para calmar los ánimos de los soldados. Aquí es donde los religiosos españoles encontraron una hebilla de cinturón atribuida a alguno de los expedicionarios de Orellana. No se oye un ruido. Hay un destacamento militar de reclutas dicharacheros que nos recomiendan, con total espontaneidad, locales calientes de Iquitos. Seguimos río abajo y hacemos noche en Campo Serio. Decir que es un lugar idílico no haría justicia al sitio: limpio, silencioso… No hay luz eléctrica y el espectáculo nocturno del cielo es sobrecogedor. Sus 40 familias viven del trueque y apenas le dan valor al dinero. Viven en comunidad, como en la época de los ayllus incas. Todas las semanas llega un barco-tienda que les cambia jeans, sandalias y camisetas por cerdos, pavos o plátanos. Un negocio redondo.

El tráfico de embarcaciones por esta zona es escaso. En siete horas de navegación no encontramos ninguna. Tampoco hay gente. Apenas unas cabañas aisladas aquí y allá. Escasas para encontrarnos en lo que se podría considerar como una autovía del Amazonas. Todas tienen sus tejados de paja. El metal todavía no ha llegado a esta parte del mundo, una de las más vírgenes que existen. Santa Clotilde es el pueblo más importante entre Nuevo Rocafuerte e Iquitos. Nos dicen que tiene 6.800 habitantes y ya se respira el Perú amazónico por todas partes. La localidad se resume en dos calles alargadas: la que está al borde del río y la que corre paralela por detrás de la primera fila de casas de madera. Está lleno de colmados, algunas tabernas con la música a tope y mucha bulla por la calle. Hay motos, pero ningún vehículo de cuatro ruedas. El tráfico de las canoas familiares, las peque-peque, como las llaman aquí por el ruido de su motor, es incesante. Se acabó la tranquilidad. Encontramos a los primeros turistas, con aspecto de supervivientes, que bajan o suben hacia Ecuador en busca de una experiencia en la selva.
























Iquitos, el oriente amazónico. Iquitos (500.000 habitantes) es una urbe chola, mestiza, aquejada de un crecimiento desorbitado. A semejanza de las aguas de los ríos que la rodean (Nanay, Amazonas e Itaya), sus gentes, los charapas o tortugas, detentan fuerte sedimento andino. Música de tecno-huayños y cumbias se fusiona con el rugir de 70.000 motocicletas japonesas y chinas que ensordecen el ambiente, modernos rickshaws de pasajeros avanzando en pelotones interminables. Su presencia, junto a los hogares flotantes sobre el río, el mercado de Belén y los rasgos indios de la risueña población confieren un fuerte tinte oriental a esta ciudad humilde, poderosa, fundada en 1750 a partir de una misión jesuita. Hermana de Manaos bajo el esplendor del caucho, su centro ostenta edificios de corte parisino de la época de Fitzcarraldo, el magnate cauchero que colonizó estas selvas hasta el Madre de Dios para la causa del oro verde, imprimiendo al lugar un cierto olor a opresión y esclavismo que ha prevalecido.


Iquitos siempre fue remanso de viajeros. El Visitador Real León Pinelo estaba convencido –así se lo escribió al rey– de haber llegado al paraíso de Adán y Eva. Cien años antes, los de Orellana habían encontrado en estas playas, entre tortugas, manatíes y pescado, carne en abundancia para saciar sus penas. Transcurría la Semana Santa cuando los del bergantín se acogieron a la hospitalidad de los pobladores de las tierras de Iquitos por matar a quien los mataba: el hambre atrasada.

El famoso barrio de Belén, el de las casas flotantes, constituye con sus 30.000 habitantes una fotografía de lo que se está convirtiendo el Amazonas. Pasear por él es sentir la vida bullendo en el optimismo de sus vendedores. Las músicas resuenan mezcladas, jarana y jaleo populares hasta llegar al Pasaje Paquito, el de los yerbateros, lleno de frascos con serpientes, sapos y fetos en su interior y carteles afrodisíacos: “Siete sin sacarla”, “Levantamuertos”… Pócimas que curan todo, desde el mal de Chagas hasta el de amores, pasando por las profundidades del San Pedro y la Ayahuasca...

El Rápido nos lleva en nueve horas al pueblo de Santa Rosa. Aire quechua, ambiente fluvial donde se respira armonía de los Andes, beatitud y tranquilidad. Por fortuna hemos de quedarnos unas horas en este lugar gracias a que el funcionario encargado de sellar la entrada a los forasteros se halla de fiesta en Leticia. Podemos tomar una cerveza, observar el movimiento de lanchas, admirar los azules del río y sorprender en su emergida al delfín amazónico bajo sones de huayños. La música siempre resuena de fondo en los lugares de América. Acabamos de entrar en el llamado Trapecio Amazónico, un punto del río en el que confluyen las ciudades de tres países distintos: Santa Rosa (Perú), Tabatinga (Brasil) y Leticia (Colombia). Las dos últimas están separadas por una calle mientras que el lado peruano está al otro lado del río. Se usan indistintamente las tres monedas –el sol peruano, el real brasileño y el peso colombiano– y todo el mundo habla español y portugués. El movimiento de barcos y el comercio son intensos. Los peruanos ponen el pescado y la mano de obra; los brasileños, la fiesta y los productos más tecnificados, y los colombianos, el turismo que aporta Leticia, que presume de ser la única ciudad pacífica de todo el país.



















Leticia, la vieja señora. Leticia es un lugar histórico por dos causas. Una, porque fue aquí donde por primera vez se tuvo noticia del caucho, que habría de influir en el destino de la humanidad y moldear irreprimiblemente la vida en estas selvas. El producto, descubierto por los indios omaguas y descrito primero por un misionero capuchino, sería anunciado en la Europa de 1745 por el científico francés Le Condomaine como un revulsivo industrial. Charles Goodyear inventaría con él los neumáticos y, ya hasta su expansión a Malasia (1912), originaría en la Amazonia toda una cultura con tragedias que los historiadores han bautizado como “la fiebre del caucho”. La otra se debe a las investigaciones que allí realiza el científico colombiano Manuel Elkin Patarroyo. En su Estación Primatológica trata de descubrir algo que la Medicina lleva aguardando mucho tiempo: el sistema para producir vacunas sintéticas que neutralicen todas las enfermedades víricas. Patarroyo, que acaba de anunciar sus avances en lo que ha denominado como “la vacuna universal”, será, para siempre, uno de los padres de la vacuna contra la malaria el día que vea la luz con o sin el permiso de las farmacéuticas.

Junto al Trapecio Amazónico se abre el Valle del Javarí, que con una extensión de 54 millones de hectáreas –dos veces Portugal– tiene la importancia de ser el lugar en el planeta, junto con Papúa-Nueva Guinea, donde habita el mayor contingente de pueblos no contactados. Según cálculos siempre imprecisos, habrá unos 1.350 humanos desnudos en estas sierras. La novedad es que, de un tiempo a esta parte, son ellos los que buscan el contacto con el hombre blanco, bajando de las cabeceras de los ríos donde se refugiaron, en un pasado no muy lejano, para pedir ayuda contra las enfermedades que los acechan (hepatitis, malaria…) y para las que no encuentran cura en su mundo de plantas. El Valle de Javarí es un reducto de vida libre, como fueron los kilombos en la época de la esclavitud negra.

Manaos, el sueño truncado. En Manaos, el Amazonas, que en Brasil se llama Solimôes, ya ha perdido sus características de río para tornarse en ancho mar cuya orilla opuesta es apenas perceptible en el horizonte. Su millón y medio de habitantes la convierten en la primera urbe de la bacía. Señora encumbrada sobre el caucho, sigue presentando aquellos edificios coloniales arrebujados de filigranas que intentaban elevarla al podio de las metrópolis de la época. De estos sobresalen, claro, la Ópera, donde cantaron los divos del momento que no tuvieron miedo a las dolencias tropicales; y el enfrentado Teatro Amazonas, con sus saloncitos repujados de tapices, cuadros barrocos y lamparones de cristalerías importadas, donde aún se representan piezas dramáticas y se exhiben películas de culto. 

En la noche hierven de gente los restaurantes del Río Negro, el mejor lugar por emplazamiento y gastronomía para probar tambaquí, pirarucú (el mayor pez de agua dulce del mundo), dorada, matrinxá o zurubín. No en vano el Amazonas tiene más especies distintas de peces que cualquier mar. Los fines de semana las playas del Río Negro, en el extrarradio de la ciudad, son balnearios abarrotados de bañistas sobre playas de arena y roca cetrina, en un mar sin oleaje que los de Orellana toparon un sábado víspera de Trinidad y descrito así por Carvajal: “Vimos una boca de otro río grande a la mano siniestra, que entraba en el que nosotros navegábamos, el agua del cual era negra como tinta, y por esto le pusimos el nombre de Río Negro, el cual corría tanto y con tanta ferocidad, que en más de veinte leguas hacía raya en la otra agua, sin revolver la una con la otra”.





















En la desembocadura del Negro al Solimôes, 18 kilómetros hacia el Atlántico, se forma el famoso Encontro das águas, donde las negras y las blancas discurren durante un tiempo sin mezclarse, dando origen a toda una simbología popular usada en canciones e historias. A partir de 1880, Manaos fue la urbe que sostuvo al Brasil entero con su entrada de divisas provenientes del caucho. Pero en 1912 llegó el fin del sueño europeísta para los magnates del oro verde, 36 años después del mayor caso de biopiratería que haya sufrido jamás la Amazonia. En 1876, los ingleses Robert Markham y Henry Wickman habían conseguido sacar del Estado brasileño de Acre, pródigo en heveas, 70.000 semillas del “árbol que llora”, la seringueira, para plantarlas en Ceilán. Hasta entonces muchos habían muerto en el intento.

Los trabajadores del caucho vivían como esclavos y tenían prohibido por sus patrones comerciar con cualquier tipo de semillas del árbol. Las salidas de los ríos estaban muy vigiladas y el precio por contravenir la orden era la propia vida. En 1910 se recolectaron en el país asiático los primeros litros de látex, que supusieron el principio del fin del imperio cauchero levantado en torno a ciudades como Manaos e Iquitos. Atrás quedaron los palacios grandilocuentes, salones donde se servía el mejor champán francés, los 37 kilómetros de tendido para tranvías (el primero en Latinoamérica), la Ópera y todo lo demás. 

El precio del caucho cayó drásticamente y tan solo se iría a recuperar brevemente durante el espacio que duró la Segunda Guerra Mundial, en que el látex de la Amazonia volvió a ser requerido por la industria norteamericana. Hoy el puerto franco de Manaos, especializado en electrónica, hace de la ciudad la cuarta en cuanto al pago de impuestos nacionales. Además, los países del G-7 invierten para que sea desde aquí donde, por medio del INPA (Instituto Nacional de Pesquisas de Amazonia), se produzcan planes de conservación de las florestas tropicales y se generen aportaciones científicas que puedan ser aplicadas para este objetivo.

Santarem, el río se hace mar. Santarém, a poco más de dos días en barco de Manaos, es el segundo municipio del Estado de Pará y una de las más bellas ciudades de la región. Los edificios coloniales se alinean a lo largo de la gran avenida da beira mar, un paseo marítimo que discurre a lo largo del río Tapajós. Marítimo porque no se ve la orilla opuesta. Es increíble pensar que estamos en un río en lo que parece un mar abierto sin olas. Hay zonas donde la anchura llega a los 40 kilómetros. 

La ciudad es tranquila porque está aislada por tierra del resto del país. Eso le da un aspecto provinciano con unas puestas de sol dignas de la mejor playa del trópico. El aspecto tropical lo reencontramos, sin embargo, a 35 kilómetros del centro, entre el río Tapajós y el lago Muiraquitãs. Justo en la garganta de una ensenada y rodeada de playas fluviales está Alter do Chão, antigua aldea de pescadores hoy convertida en un paraíso de cocoteros, palmeras y palafitos a la orilla de playas de arenas blancas.






















Le llaman “el Caribe amazónico”, dentro de lo que se conoce como el Amazonas azul, un lugar recóndito con hoteles pequeñitos, coquetos y restaurantes de exquisito pescado a precios de menú español. Un buen lugar para descansar tras varias semanas de viaje. Aquí se pueden observar las cerámicas de la cultura madre del Amazonas, la Tapajos, que nomina el río, recreadas por artesanos de hace 30.000 años, con sus bajorrelieves de sapos y policromías magnetizantes de hechuras geométricas. Al fondo, entre el bosque, destaca un cerro verde de forma cónica.

 “Parece hecho por gente”, comenta el barquero Zé, indio del lugar, mientras desplaza a golpe de remo el bote que nos lleva hacia un atardecer apoteósico recortado entre las islas que van emergiendo. Son las playas de un Alter do Châo submarino con chiringuitos de caña que aparecen ante la retirada de las aguas, según avanza la estación seca. La vox pópuli dice que el enigmático cerro que sobresale de la floresta guarda tesoros, que es vestigio de una cultura perdida en la noche de los tiempos. Se habla de atlantes…

En algún sitio de esta región debe estar enterrado el cuerpo de Orellana. El marco constituye un epitafio bastante adecuado para una tumba perdida. Como fuera común en la historia de los conquistadores, Francisco de Orellana superó todos los obstáculos que le salieron al paso cuando la urgencia era sobrevivir, como si los espíritus de la tierra amazónica hubieran protegido su bravura. Pero al retornar, cargado de medios, honores y ambiciones, la fortuna le dio la espalda. Murió por aquí tres años después de su gesta cuando pretendía recorrer otra vez el río desde la desembocadura. Nunca se encontró su cuerpo.

Belém, el río ya no existe. Belém es la gran competidora brasileña de Manaos. Más moderna, más abierta al mundo, más peligrosa también. Su mercado Vero Peso también fue construido por las influencias férricas de Eiffel y su fortín portugués, donde se exponen vestigios de la cultura mariquitari que poblaba estas tierras, es el primer gran mirador al mar que encontramos en la ruta. 

Desde allí partimos en busca del final de nuestro río, del final de la aventura de Orellana… El delta de Belém es un maremágnum de islas de lodo y sedimentos, cien ramales del coloso braceando hasta formar un estuario de 400 kilómetros de anchura, manglares que dan vida a vastedades de fauna y flora donde el océano aún no se hace presente. El Atlántico se encuentra atrás de la isla de Marajó, la mayor del mundo, con la extensión de Suiza –50.000 kilómetros cuadrados– y bañada por aguas dulces y saladas. Es aquí donde el río llega a verter hasta 300.000 metros cúbicos por segundo de agua dulce al mar. El agua perfectamente potable mar adentro de la desembocadura, unos 300 kilómetros, desde donde la costa ya no es visible. La salinidad del océano también permanece mermada en un radio de varios miles de kilómetros alrededor.

De nuevo se presenta la leyenda de las Amazonas, encarnada ahora en aquellos pobladores del delta, diferentes a los caribes, que vivían en matriarcado. Las mujeres eran quienes hacían la guerra y raptaban hombres para procrear. Luego los liberaban regalándoles preciosas piedras verdes sacadas del fondo de la laguna sagrada que poseían. Siete días pues tardaron los navegantes de Orellana en superar el jeroglífico del delta amazónico, que Vicente Yáñez Pinzón tildara de “mar de agua dulce”, hasta alcanzar el ancho océano. Luego, dos jornadas más hasta arribar, a mediados de septiembre, a la isla de Cubagua (hoy Venezuela), frente a la desembocadura del río Marañón, donde por fin desembarcaron en la ciudad de Nueva Cádiz para reencontrarse con su mundo.

Fletamos un coche para que nos lleve hasta el pueblo de Sâo Caetano de Odivelas, a unos 150 kilómetros, cercano ya al mar. En el camino pasamos por Vigía, pueblo en el que hay que detenerse a admirar la iglesia colonial Madre de Dios, y por Colares, que llaman “el pueblo de los extraterrestres” debido a extraños sucesos acaecidos años atrás. Por fin entramos en Sâo Caetano, auténtico remanso de belleza y paz. Alquilamos un barco para nuestra última expedición fluvial. A la hora del atardecer las márgenes quedan lejanas, y entre el verde de los manglares alzan el vuelo pájaros de diferentes colores. Brisa marina, aromas penetrantes, tonalidades diversas. Todo aumenta la delicia de esta despedida. El patrón del barco y su hijo ya no conversan. Junto al timón observan la puesta en escena del sol navegando sobre el mar entre rizos escarlatas. La luz fosforescente de la floresta en las orillas, el zumbido de las tribus de pájaros pasando en silencio rumbo a la isla, no admite apenas comentarios. 



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